Pero nadie, ni siquiera dentro del mundo de la enseñanza, alza la voz por cosas como la dejadez de la administración hacia los centros, las condiciones bajo las que damos clase, o, de lo que quiero hablar, del carácter nómada de quienes desarrollamos esta profesión.
No llevo mucho tiempo metido en este mundillo, pero tendría que estar ciego, sordo y excesivamente perdido o despistado, para no darme cuenta de la falta de arraigo, de los vaivenes, la excesiva movilidad y del azaroso destino de quienes se dedican a dar clase a nuestros hijos. Porque la historia no acaba cuando se consigue una plaza, ni siquiera cuando te asignan la definitiva. Pueden pasar varios lustros hasta que se alcanza el objetivo de trabajar en un colegio/instituto cercano a tu lugar de residencia.Venden la moto del “regalo” de portátiles para que el alumnado andaluz esté al día de las nuevas tecnologías, pero se desconoce (o se quiere ignorar) que, en la gran mayoría de los casos, un alumno en sus años de escolaridad tiene que estar adaptándose continuamente a los métodos, sistemas, requisitos y conocimientos de un profesorado que “está de paso”. Y no existe continuidad, ni si quiera una seria ni firme línea pedagógica; entre bajas sin cubrir, sustitutos, interinidades, destinos provisionales, permutas… ¿con cuántos docentes trabaja un alumno en la etapa de secundaria? ¿y en la de primaria?
Se llega al centro con “fecha de caducidad”, calculando qué da tiempo a dar y a trabajar, sabiendo que se va a “parchear” el proceso educativo de un alumnado hasta que (como pasaba en la película) el viento cambie: y se incorpore el titular de la plaza, o alguien “camino de su definitiva” te de el relevo. Y llegado el día, tal y como uno viene, se va. Con suerte te echarán de menos 10 minutos, con mucha se acordarán de ti en unos años. Y poco más.
Yo lo llamo “El síndrome de Mary Poppins”.

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